Los orígenes del Emblema Sagrado de Quetzalcóatl se perdían en el pasado más remoto. Según los informes proporcionados por las antiguas tradiciones, existió mucho tiempo atrás un Primer Imperio Tolteca, cuya capital, la maravillosa e imponente ciudad de Tollan, había constituido a lo largo de incontables siglos el máximo centro cultural del género humano. Durante todo este período, los gobernantes toltecas habían ostentado sobre su pecho, como símbolo de la legitimidad de su poder, un pequeño caracol marino que le fuera entregado al primer Emperador por el propio Quetzalcóatl, venerada Deidad tutelar del Imperio.
Moctezuma contempló con asombro la imponente figura de refulgente mirada que tenía ante sí y en cuyas manos se balanceaba la cadena de la que pendía el Emblema Sagrado. Haciendo un esfuerzo sobrehumano trató de permanecer sereno, pero un sentimiento hasta entonces desconocido por su espíritu rompió en un instante toda resistencia consciente y se adueñó por completo de su voluntad. Siguiendo el ejemplo de Nezahualcóyotl, Moctezuma dio un paso atrás. El más valiente de los guerreros aztecas, acababa de conocer el miedo.
Tiene razón, está en lo justo Moctezuma cuando afirma que ya no hay hombres en Tenochtítlan. Si los hubiera, si de verdad existiesen, hace tiempo que Maxtla y su corte de sanguijuelas habrían dejado de enriquecerse a costa del trabajo de los aztecas. Pero se equivoca el valiente guerrero al creer que la sagrada ciudad de Huitzilopóchtli no tiene ya quien la proteja, quien cuide de ella. Las mujeres sabremos defender a nuestros dioses, a nuestras casas y a nuestros cultivos, tomemos las armas de las manos de aquéllos que no han sabido utilizarlas y vayamos con Moctezuma, a organizar de inmediato la defensa de la ciudad.
La figura del arquero azteca, apuntando su saeta a las últimas estrellas que brillaban en el firmamento, constituía la representación misma del espíritu guerrero y su gesto aparentemente absurdo ,de hacer frente a un enemigo en esos momentos inexistente, era todo un símbolo que ponía de manifiesto la indomable voluntad que animaba a la juventud tenochca, firmemente decidida a no tolerar por más tiempo la opresión de su pueblo.
Su labor, por tanto, no sería la de un mero guardián del saber sagrado, debía reunificar a todos los habitantes de la tierra en un grandioso Imperio, destinado a dotar a los seres humanos de los antiguos poderes que les permitían coadyuvar con los dioses en la obra de sostener y engrandecer al Universo entero.
Devolver a la humana naturaleza su olvidada misión de coadyuvar al engrandecimiento del Universo representaba el principal propósito al que Tlacaélel pensaba encaminar su empeño. Desde tiempos remotos, aquéllos que se habían dedicado a observar con detenimiento el proceso que tiene lugar en los seres vivientes a lo largo de su existencia, habían llegado a la conclusión de que los seres humanos, en el instante de ocurrir su muerte, generaban una cierta cantidad de energía que era de inmediato absorbida por la luna y utilizada por ésta para proseguir su crecimiento. Con base en ello, Tlacaélel concluyó que si en un determinado momento el número de personas que morían era en extremo abundante, la luna se vería incapacitada para aprovechar este exceso de energía, la cual pasaría a ser absorbida por el sol, pues éste, en virtud de sus proporciones, resultaría ser el único cuerpo celeste capaz de utilizar la sobreabundancia de energía intempestivamente generada desde la tierra.
Al igual que todos los seres, los pueblos tienen también sus correspondientes periodos de nacimiento, infancia, adolescencia, juventud, madurez, vejez y muerte.
Antes de iniciar el que habría de ser su último combate, Ixtlilxóchitl habló con Nezahualcóyotl y le hizo ver que por encima de los sentimientos personales de los gobernantes deben prevalecer siempre los intereses del pueblo cuyo destino encarnan transitoriamente.
El significado de aquella palabra (México) era doble, por una parte simbolizaba la expresión del principio de dualidad existente en todo lo creado —manifestado por la presencia en el cielo del sol y la luna— y por otra, el ideal de alcanzar la unidad y la superación de la humanidad, mediante la integración de una sola y armónica sociedad en la cual quedasen superadas las contradicciones que separan a los diferentes grupos humanos. La sabiduría y los anhelos de varios milenios de cultura, sintetizados en una sola palabra.
Tlacaélel decidió elegir como tercer miembro integrante de la Confederación al Reino de Tlacópan; constituido por población de origen tecpaneca, y por consiguiente, enemiga reciente de Tenochtítlan. La elección de tan inesperado aliado no obedecía a un simple capricho del Portador del Emblema Sagrado, sino a una bien calculada política de reconciliación con los tecpanecas, o más exactamente, con los múltiples sabios y artistas con que este pueblo contaba debido a los esfuerzos realizados por sus autoridades para preservar la valiosa herencia tolteca.
el nacimiento de un nuevo arte jamás puede lograrse mediante disposiciones emitidas por las autoridades y que la misión de éstas consiste únicamente en colaborar indirectamente en tan delicada gestión, respetando escrupulosamente la libertad creativa de los artistas y proporcionándoles toda clase de ayuda para el desempeño de su trabajo. No quedaba, por lo tanto, sino esperar a que los artistas que surgiesen en las nuevas generaciones —educados ya en un ambiente que tendía a la búsqueda de la superación personal y colectiva— fuesen capaces de llevar a cabo una empresa que, al parecer, sus padres no eran capaces ni siquiera de imaginar.
Una vez más Tlacaélel sostuvo un parecer contrario, al afirmar con vigoroso acento: El gobernante que necesita protección cuando se encuentra entre su pueblo, no merece llamarse gobernante.
A pesar de que Tlacaélel se opuso terminantemente a que en los códices en donde iban siendo anotados los principales acontecimientos se registrasen las maniobras urdidas por Coahuatzin y sus secuaces, el pueblo, por medio de la tradición oral, conservó fiel memoria de estos sucesos, a los cuales dio la irónica denominación de “La Rebelión de los Falsos Artistas”.
El otorgamiento del grado de Caballero Tigre no constituía tan sólo una especie de reconocimiento al hecho de que una persona había alcanzado una amplia cultura y un pleno dominio sobre sí mismo, sino que fundamentalmente representaba la aceptación de un compromiso ante la sociedad, en virtud del cual, los nuevos integrantes de la Orden se obligaban a dedicar todo su esfuerzo, conocimiento y entusiasmo, a la tarea de lograr el mejoramiento de la colectividad.
el Caballero Águila simbolizaba la conquista de la más elevada de las aspiraciones humanas: la superación del nivel ordinario de conciencia y la obtención de una alta espiritualidad. El Caballero Águila simbolizaba la conquista de la más elevada de las aspiraciones humanas: la superación del nivel ordinario de conciencia y la obtención de una alta espiritualidad.
El hecho de que los Caballeros Águilas y Tigres —que en poco tiempo habrían de ocupar todos los cargos de importancia en el Imperio— obtuviesen su grado no por haberlo heredado de sus padres ni por poseer mayores recursos económicos, sino atendiendo exclusivamente a sus relevantes cualidades personales, garantizaba a un mismo tiempo que la conducción de los destinos del Imperio se hallaban en buenas manos y que el procedimiento adoptado para determinar la movilidad en el organismo social era el más apropiado para impulsar tanto la superación individual como el beneficio colectivo.
contaba en su favor con esa característica que en un buen militar resulta un don inapreciable, y que consiste en poder establecer rápidamente una especie de invisible e indestructible vínculo con cada uno de los integrantes de las fuerzas bajo su mando, lo que permite la posibilidad de ejecutar acciones para las cuales se requiere una perfecta sincronización de todos los soldados que en ella participan.
Al igual que como ocurre con aquellas personas que son luz y guía para los demás, los astros ejercen siempre un constante ascendiente en nuestras vidas. El súbito ocultamiento de su resplandor en los cielos no significa que se extinga su acción rectora. Lo que sucede, lo que acontece, es que en estos casos resulta mucho más difícil poder precisar su influjo, pero este subsiste, permanece, y a la larga, cuando personas y astros son realmente poderosos, terminamos por darnos cuenta de su presencia oculta, por reconocer su permanente influencia.
La derrota de un pueblo, la pérdida de su fortaleza y poderío, no sobreviene nunca como resultado de fracasos ocurridos en los campos de batalla, es siempre consecuencia de la quiebra interior de su voluntad. Sólo está vencido quien admite estarlo.
Tras de reflexionar sobre el hecho singular de que el nacimiento de su hijo hubiese ocurrido al mismo tiempo que la muerte de Tlacaélel, Ahuízotl llegó a la conclusión de que ambos seres debían constituir, en alguna forma del todo misteriosa e incomprensible, la dual manifestación de una misma y única energía.