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sábado, 29 de agosto de 2020

El palacio de media noche de Carlos Ruiz Zafon en 20 frases





El valor del joven le había granjeado unos minutos preciosos que no podía desperdiciar bajo ningún concepto, ni siquiera para llorar la memoria de su hija. La experiencia ya le había enseñado que el futuro le reservaría más tiempo del tolerable para lamentarse de los errores cometidos en el pasado.



—Calcuta, con apenas doscientos cincuenta años de vida, es una ciudad tan desprovista de historia que lo menos que podemos hacer por ella es conocerla, Mr. Carter. Volviendo al tema, yo diría que fue en 1799. ¿Sabe la razón del traslado? El gobernador Wellesley dijo que la India debía ser gobernada desde un palacio y no desde un edificio de contables; con las ideas de un príncipe y no las de un comerciante de especias. Toda una visión, diría yo. 



Thomas Carter se sirvió otra taza de té y se sentó en su butaca a contemplar la ciudad. Se había criado en un lugar similar al que ahora dirigía, en las calles de Liverpool. Entre los muros de aquella institución había aprendido tres cosas que iban a presidir el resto de su vida: a apreciar el valor de lo material en su justa medida, a amar a los clásicos y, en último lugar pero no de menor importancia, a reconocer a un mentiroso a una milla de distancia. 



Aprendimos a sobrevivir sin ninguna de las dos cosas o, mejor, inventando nuestra propia familia y creando nuestro propio hogar. Una familia y un hogar elegidos libremente, donde no cabían el azar ni la mentira. 



Pese a las resonancias jocosas de su nombre, la Chowbar Society era un club tan selecto y estricto como los que poblaban los edificios eduardinos del centro de Calcuta y emulaban a sus homónimos en Londres; salones donde vegetar, brandy en mano, era patrimonio de los más altos patricios sajones. Nuestro propósito, sin embargo, a falta de escenario más glorioso, era más noble. La Chowbar Society había nacido con dos misiones irrenunciables. La primera, garantizar a cada uno de sus siete miembros la ayuda, protección y apoyo incondicional de los demás, bajo cualquier circunstancia, peligro o adversidad. La segunda, compartir los conocimientos que cada uno de nosotros iba adquiriendo y ponerlos al alcance de los otros, armándonos para el día en que cada uno tuviéramos que enfrentarnos al mundo en solitario.



Debíamos aprender todavía que el Diablo creó la juventud para que cometiésemos nuestros errores y que Dios instauró la madurez y la vejez para que pudiéramos pagar por ellos.



—Hubo un tiempo en mi vida en que creí que nada tenía más fuerza que el amor. Y es cierto que la tiene, pero su fuerza es minúscula y palidece frente al fuego del odio —explicó Aryami—.



La mayoría de las tradiciones no son más que las enfermedades de una sociedad.



Me acordé de cómo inventaba compañeros invisibles y hablaba con ellos durante horas en las salas de las estaciones, en los carromatos. Los adultos me miraban y sonreían. A sus ojos, una niña hablando sola era una visión adorable. Pero no lo es, Ben. No es adorable estar solo, ni de niño, ni de viejo. Durante años me he preguntado cómo eran los demás niños, si tenían las mismas pesadillas que yo, si se sentían tan desgraciados como yo. Quien diga que la infancia es la época más feliz de la vida es un mentiroso o un estúpido.


—Hay dos teorías respecto a la estrategia del ajedrez —explicó Ian—. En realidad hay miles, pero sólo hay un par que realmente cuenten. La primera dice que la clave del juego está en la segunda hilera de piezas: rey, caballo, torre, reina, etc. Según esta teoría, los peones no son más que piezas que se han de sacrificar mientras se desarrolla la táctica. La segunda teoría, en cambio, defiende que los peones pueden y deben ser las más letales piezas de ataque y que una estrategia inteligente debe emplearlos como tales si quiere salir victoriosa. A mí, la verdad, no me funciona ninguna de las dos teorías… 



—Ben deplora el ajedrez —explicó Ian—. Según él, es la segunda forma más inútil de desperdiciar la inteligencia humana. —¿Y cuál es la primera? —preguntó Sheere, divertida. —La filosofía —respondió Ben desde su atalaya.



—Cito textualmente a nuestro misógino favorito, Mr. Thomas Carter, soltero profesional y vocacional: «La verdadera diferencia es que mientras los hombres tienen el estómago mucho más grande que el cerebro y el corazón, el corazón de las mujeres es tan pequeño que siempre se les escapa por la boca».



¿Recuerda usted haber conocido a un interno llamado Jawahal? El mendigo cerró los ojos y negó lentamente. —Ninguno de nosotros nos llamábamos por nuestros verdaderos nombres aquí, hijo — explicó el mendigo—. El nombre, como la libertad, era algo que todos dejábamos en la puerta al entrar y confiábamos en que, si lo manteníamos alejado del horror de este lugar, tal vez lo podríamos recuperar al salir, limpio y sin recuerdos. Nunca era así, por supuesto…



La búsqueda en el pasado nos había desvelado una cruel lección y nos había revelado la vida como un libro en el que era preferible no volver las páginas atrás; un camino en el que no importaba la dirección que tomásemos, nunca podríamos elegir nuestro propio destino.



—¿Qué mundo hemos construido donde ya ni los ignorantes pueden ser felices? —



Cuando lo extrajo, sostenía en sus manos el cuerpo sinuoso y brillante de una serpiente. Un áspid. —Éste es el animal más parecido al hombre. Se arrastra y cambia de piel a conveniencia. Roba y se come las crías de otras especies en sus propios nidos, pero es incapaz de enfrentarse a ellos en una lucha limpia. Su especialidad, con todo, es aprovechar la menor oportunidad para asestar su picadura letal. Sólo tiene veneno para una mordedura y necesita horas para rehacerse, pero aquel que lleva su marca está condenado a una muerte lenta y segura. Mientras el veneno penetra por las venas, el corazón de la víctima late cada vez más despacio, hasta detenerse. Incluso esta pequeña bestia, en su mezquindad, dispone de un cierto gusto por la poesía. Como el hombre. Aunque ella, a diferencia de éste, nunca mordería a sus semejantes. Un fallo. ¿No crees? Tal vez por eso hayan acabado sirviendo de divertimiento callejero de faquires y curiosos. Todavía no está a la altura del rey de la creación.



Madurar no es más que el proceso de descubrir que todo aquello que creías cuando eras joven es falso y que, a su vez, todo cuanto rechazabas creer en tu juventud resulta ser cierto.



—Hay dos cosas en la vida que no puedes elegir, Ben. La primera son tus enemigos. La segunda, tu familia. A veces la diferencia entre unos y otra es difícil de apreciar, pero el tiempo te enseña que, al fin y al cabo, tus cartas siempre podrían haber sido peores. La vida, hijo mío, es como la primera partida de ajedrez. Cuando empiezas a entender cómo se mueven las piezas, ya has perdido.



El mundo, Ben, es de los locos o de los hipócritas. No existen más razas en la faz de la Tierra que esas dos. Y tú debes elegir una de ellas.



Los lugares que albergan la tristeza y la miseria son el hogar predilecto de las historias de fantasmas y aparecidos.


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