Me siento igual que el primer hombre porque casi sin nada de ropa encima, sólo con una camiseta y unos pantalones cortos, me mandan a los bosques helados… hasta el primer pobre imbécil arrojado a la tierra en mitad del invierno sabía hacerse un traje de hojas, o cómo despellejar a un pterodáctilo para abrigarse. Pero yo aquí estoy, tieso de frío, sin nada para calentarme, a no ser las dos horas de carrera de fondo antes de desayunar, sin ni siquiera una rebanada de pan y algo con que untarlo.
juro por Dios que me gusta más ser como soy —siempre corriendo y descerrajando tiendas por un paquete de pitillos y un bote de mermelada— que tener el látigo en la mano para descargarlo encima de los demás y estar muerto desde las uñas de los pies hasta arriba de todo. A lo mejor, lo que pasa es que en cuanto uno tiene poder sobre los demás queda muerto. Juro por Dios que decir esta última frase me ha costado unos cuantos cientos de kilómetros de campo a través.
Es el momento más maravilloso, porque mientras voy bajando en la cabeza no tengo nada, ni una idea, ni una palabra, ni una imagen de nada. Estoy vacío, tan vacío como estaba antes de nacer, y no me dejo ir, supongo, porque sea lo que sea lo que hay dentro de mí no me deja morir ni que me haga daño.
y si alguien quiere que le dé consejos sobre el correr, que no tenga prisa nunca, pero sobre todo que los demás nunca se den cuenta de que tienes prisa, aunque de verdad la tengas.
… y entonces conocí la soledad que siente el corredor de fondo corriendo campo a través y me di cuenta que por lo que a mí se refiere esta sensación era lo único honrado y verdadero que hay en el mundo, y comprendí que nunca cambiaría, sin importar para nada lo que sienta en algunos momentos raros, y sin importar tampoco lo que me digan los demás.
Tío Ernest
Sentía de una manera vaga e imprecisa que dar marcha atrás y rebuscar en los barrios bajos, los lugares importantes de su juventud, viejos amigos, los olores y sonidos que le llamaban desde días mejores, era una especie de muerte. Se decía que era mejor dejarlos tranquilos, pues en cierto modo le parecía probable que después de la muerte —llegara ésta cuando llegara— volvería a encontrarse con todas esas cosas una vez más.
Ernest se retrajo sobre sí mismo y sintió el vacío del mundo y se preguntó cómo pasaría todos los interminables días que parecían extenderse ante él tan vacíos como si fueran mercancías en la caja de reparto de un mozo de cuerda. Trató de recordar cosas que le habían pasado y sintió pánico cuando descubrió que en su vida había un vacío de treinta años. Todo lo que veía detrás de él era una niebla gris, y todo lo que veía delante era la misma niebla incierta que no escondía nada. Quiso salir del café y buscar alguna actividad que en adelante le permitiera señalar el paso de sus días tan vacíos, pero no tenía voluntad para moverse.
El señor Raynor, maestro de escuela.
… un montón de brutos de catorce años que sólo querían terminar para dejar la escuela y empezar a trabajar en las fábricas. Bullivant, uno de los que hacía más ruido, sólo se calló después de que la cabeza del maestro dejara de mirar por la ventana, pero el ruido seguía. El único plan factible era tenerlos lo más callados posible durante los meses que quedaban, luego abrir las puertas y dejarles irse en libertad, permitirles desparramarse por el ancho mundo como los animales jóvenes que eran, dedicados al fútbol o a fumar, a la cerveza y a las mujeres, y con un bosque de calles entre las que perderse.
El cuadro de la lancha pesquera.
Yo nací muerto. No paro de decírmelo. Todos estamos muertos, me respondo. Así están los demás, lo mantengo, pero la mayoría nunca llega a darse cuenta de ello como yo empiezo a hacer, y es una maldita vergüenza que me haya enterado de esta verdad al final, cuando menos puedo aprovecharla, y cuando ya es puñeteramente tarde para sacar de ella algo que no sean cosas desagradables.
Sábado por la tarde.
Hay gente que está harta y que en nada lo parece: parece como si hasta estuvieran contentos en un plan bastante raro, como si acabaran de soltarles de la cárcel después de haberlos agarrado por algo que no hicieron o como si salieran del cine después de ocho horas con el trasero clavado al asiento viendo una película espantosa, o como si acabaran de perder el autobús, y después de pasarse corriendo un kilómetro detrás de él vieran que no era el suyo justo nada más dejar de correr…
Ese hundimiento que uno lleva dentro y el hundimiento que le sale a uno a la cara, no significan que uno vaya a colgarse o a tirarse debajo de un autobús o a arrojarse por una ventana o a cortarse el cuello con una lata de sardinas o a meter la cabeza en un horno de gas o a dejar a este saco podrido que es el cuerpo de uno encima de las vías del tren, porque cuando uno se siente tan hundido ni siquiera puede levantarse de la silla.
La desgracia de Jim Scarfedale
… Sí, lo sé, cuando uno lo considera bien todas las ciudades son la misma: las mismas pensiones llenas de mangantes dispuestos a quitarte hasta el último chelín como les des la más mínima oportunidad; las mismas fábricas con trabajo a tope, si tienes suerte; los mismos patios interiores húmedos y las mismas casas llenas de carcoma y cucarachas cuando de repente enciendes la luz por la noche; pero, con todo, aunque todas sean iguales, también son diferentes en docenas de aspectos, y nadie lo puede negar.
—Me alegra, entonces, que ya estés mejor —le dije, y durante la larga pausa que siguió me di cuenta de que el mundo de Frankie era inalcanzable, a pesar de todo; que los experimentadores con métodos-rigurosamente-científicos no lo podían alcanzar; podrían obligarlo a esconderse, podrían matar al cuerpo físico que lo albergaba, pero no tenían poder para hacer daño a una mente semejante. Hay una parte de la jungla que el bisturí jamás puede alcanzar.
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