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sábado, 22 de agosto de 2020

El arte de sobrevivir de Arthur Schopenhauer en 19 frases.


Cuando somos jóvenes, pensamos que los acontecimientos importantes y de mayor repercusión en nuestra vida harán su entrada con tambores y trompetas; una mirada retrospectiva en la vejez muestra, sin embargo, que aquellos entraron con total tranquilidad por la puerta de atrás y casi sin llamar la atención.


… el primer cuarto de nuestra vida no solo es el más feliz, sino también el que más lento transcurre, de modo que genera mucho más recuerdos, y cualquiera, si tuviese que hacerlo, sabría contar más cosas de ese período que de dos de los siguientes.



Hacia el final de la vida sucede lo que acontece al término de un baile de máscaras, cuando caen los antifaces. Entonces uno ve al fin quiénes eran realmente aquellos con los que había tenido relación a lo largo de su vida, pues los caracteres han salido a la luz, los hechos han dado sus frutos, los logros han obtenido su justa valoración y todas las falsas ilusiones han desaparecido. Es decir, todo ello ha necesitado de su tiempo.



La reducción de las fuerzas corporales no es muy grave, con tal de que no las necesitemos para ganarnos la vida. La pobreza en la vejez es una gran desgracia. Pero si se ha podido evitar y se mantiene buena salud, entonces la vejez puede ser una parte muy llevadera de la vida. Sus principales necesidades son la comodidad y la seguridad…



La progresiva desaparición de las fuerzas conforme avanza la edad es, ciertamente, muy lamentable: sin embargo, es algo necesario e incluso benéfico, pues, de lo contrario, la muerte, para la cual la vejez nos prepara, nos resultaría demasiado difícil de asumir.



… de ahí que casi todos los rostros cargados de años reflejen esa expresión que los ingleses llaman disappointment [decepción]. A eso se suma que hasta entonces cada día de nuestra vida ya nos ha enseñado que las alegrías y los placeres, incluso cuando se consiguen, son engañosos en sí mismos, no dan aquello que prometen, no apaciguan el corazón y, por último, que su posesión se ve amargada por las incomodidades que los acompañan o que de ellos se derivan, mientras que, en cambio, los dolores y las penas se muestran bastante reales y superan muy a menudo todas las expectativas. Y así, ciertamente, todo en la vida contribuye a apartarnos del error originario y convencernos de que la meta de nuestra existencia no es ser feliz.



Así, nos lleva esta imperceptible guía, que solo se manifiesta en dudosa apariencia, hasta la muerte, que es el verdadero resultado y, por tanto, el objetivo de la vida. 



Lo que se opone a que los hombres lleguen a ser más sabios y prudentes es, entre otras cosas, la brevedad de la vida. Cada treinta años llega una generación nueva que no sabe nada y tiene que empezar desde el comienzo.



En el pasado no ha vivido hombre alguno y tampoco vivirá ninguno en el futuro; la única forma de existencia es el momento presente, pero a la vez es una posesión segura, que nadie podrá arrebatarnos jamás.




Ciertamente, sobre consideraciones como las arriba mencionadas uno puede fundamentar la doctrina según la cual disfrutar del presente y hacer de ello la meta de nuestra vida sería la mayor muestra de sabiduría, dado que dicha meta sería lo único real y todo lo demás nada más que un mero juego intelectual. Pero de igual manera podríamos calificarlo de la mayor necedad, pues aquello que deja de existir al momento, y que desaparece por completo, cual si fuera un sueño, no merece en ningún caso que le dediquemos un serio esfuerzo. Un punto importante de la sabiduría de la vida consiste en la correcta proporción en que dedicamos nuestra atención en parte al presente, en parte al futuro, para que uno no nos estropee el otro. 



Ahora bien, el apego desmedido a la vida que aquí se manifiesta no puede proceder del conocimiento y la reflexión. A estos les parece más bien necio, puesto que el valor objetivo de la vida es precario y la cuestión de si cabe preferirla a no existir se mantiene, cuanto menos, incierta; es más: si la experiencia y el conocimiento tienen la palabra, el no existir saldrá ganando. Y si alguien llamara a las tumbas y preguntara a los muertos si quieren volver a levantarse, negarían con la cabeza. 



Resulta que en la vida de los hombres, como ocurre con cualquier mercancía de mala calidad, el lado exterior se halla cubierto de una falsa pátina: aquello que está sufriendo siempre se oculta. En cambio, aquello que sirve para recabar pompa y esplendor se expone a la vista; y cuanta menos alegría se tenga interiormente tanto más se deseará aparecer ante la opinión de los demás como un ser afortunado… 



Toda satisfacción, o lo que por lo común llamamos dicha, es propia y esencialmente algo siempre negativo y nunca positivo. No se trata de una felicidad genuina que venga a nosotros por sí misma, sino que ha de ser siempre la satisfacción de un deseo. Pues el deseo, es decir, la carencia, es la condición previa a cualquier placer. Ahora bien, con la satisfacción se termina el deseo y, en consecuencia, también el placer. De ahí que la satisfacción o la felicidad nunca puedan ser más que la liberación de un dolor, de una necesidad… 



Si la vida promete algo, no lo cumple, a no ser para mostrar cuán poco deseable era lo deseado: así nos engaña ya la esperanza, ya lo que es esperado. Si nos ha dado una cosa, era para llevarse otra.




Conviene que intentemos conseguir ver lo que poseemos de la misma manera que lo veríamos si nos fuera arrebatado: sea lo que sea, propiedad, salud, amigos, amante, mujer e hijo, la mayoría de las veces apreciamos su valor solo cuando lo hemos perdido. Si lo logramos, entonces, primero, su posesión real nos hará de inmediato más felices y, segundo, trataremos de todas las maneras de prevenir la pérdida, no arriesgaremos nuestra propiedad, no irritaremos a los amigos, no pondremos a prueba la fidelidad de las mujeres, velaremos por la salud de los hijos, etcétera. Ante la vista de todo lo que no tenemos, nos preguntamos «¿Cómo sería si lo tuviera?» y así se nos hace evidente nuestra carencia. Pero en lugar de eso, lo que deberíamos hacer es preguntarnos a menudo ante aquello que poseemos «¿Cómo sería si lo perdiera?». 



El hombre encontraría la vida, tras cierta duración de la misma, insoportablemente aburrida por su monotonía y concomitante insipidez, si no fuera por el constante progreso del conocimiento y del entendimiento en general y la cada vez mejor y más clara comprensión de todas las cosas y circunstancias, en parte como fruto de la madurez y la experiencia, y en parte como consecuencia de los cambios que también sufrimos nosotros mismos a lo largo de la vida y por las que en cierto modo nos situamos en una siempre nueva perspectiva, desde la cual las cosas se nos muestran desde ángulos aún desconocidos y parecen distintas… 



Cualquiera que se haya despertado de los primeros sueños juveniles, que haya contemplado su propia experiencia o la ajena, que haya examinado su vida, la historia del pasado y de su propio tiempo y, por último, las obras de los grandes poetas, a no ser que un prejuicio innato e inextinguible paralice su raciocinio, reconocerá el resultado de que este mundo de los hombres es el reino del azar y del error, los cuales lo dominan sin piedad, tanto en lo grande como en lo pequeño, y junto a los cuales, además, la estupidez y la maldad agitan el látigo; de ahí que cualquier cosa mejor se abra paso solo con esfuerzo, que lo noble y lo sabio comparezcan muy raramente o apenas encuentren eco y repercusión, mientras que lo absurdo y erróneo en el terreno del pensamiento, lo vulgar y carente de gusto en el reino del arte, lo malvado y tramposo en el de los actos, alterados solo por breves interrumpciones, estén propiamente en el poder, mientras que lo excelente de cualquier índole represente siempre una excepción, un caso entre millones… 



El tedio, sin embargo, no es ni mucho menos un mal que pueda subestimarse: acaba pintando en el rostro verdadera desesperación. Hace que seres que se aman tan poco entre sí como los hombres, no obstante, se busquen tanto, y se convierte así en la fuente de toda sociabilidad.



Cada día es una pequeña vida, cada despertar y levantarse un pequeño nacimiento, cada fresca mañana una pequeña juventud y cada irse a la cama y dormir una pequeña muerte. 


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