Lalo.- Yo lo que quiero es beberme hasta el último trago mi juventud. Estudiar no basta; hay que vivir. ¿Y qué vivís vosotros? Libros, conferencias, traducir revistas profesionales. Hala, de prisa, a terminar la carrera. Sólo veis el mundo por esa ventana. Pero la vida es más ancha; si le volvéis la espalda ahora, ¡pobre juventud la vuestra!
Lalo.- Eso, por un lado, no lo niego. Las carreras no son para aprobarlas; son para disfrutarlas. Pero es que además he aprendido todo un repertorio de cosas útiles por mi cuenta…
Lalo.- Os regalo esa finca. ¿A que no sois capaces entre todos -peritos agrícolas, ingenieros, arquitectos-, a que no sois capaces de poner todo aquello en valor, de levantar allí una granja modelo, una fábrica?
Aguilar.- ¿Nosotros solos?
Lalo.- Solos.
Aguilar.- No, gracias. Demasiadas cabezas y pocas manos.
Lalo.- Ah, tú lo has dicho: demasiadas cabezas.
Lalo.- ¿Lo veis? A eso voy yo. Las costumbres nupciales de los insectos. Pero si ese chico no ha tenido una novia en su vida. Él será muy capaz de sorprender con su lupa el amor de una libélula. En cambio, todavía no se ha dado cuenta de que Flora está loca por él.
Mario.- Un ejemplar maravilloso… Es el más terrible cazador del mundo animal. Tiene en el aguijón un veneno misterioso que deja a sus víctimas vivas, pero inmóviles, como hipnotizadas. Y así las va almacenando en su cueva, para que sus hijos tengan toda la temporada carne indefensa y fresca.
Lalo.- Buen padre de familia.
Lalo.- No importa. En amor, como en todo, ¡es tan hermoso fracasar!
Aguilar.- Ah, siendo así…
Lalo.- El fracaso templa el ánimo; es un magnífico manantial de optimismo. Todo hombre inteligente debiera procurarse por lo menos un fracaso al mes.
Don Santiago.- Todos los reformatorios son tristes.
Natacha.- ¿Y por qué? Convierten en cárceles lo que debieran ser hogares de educación. Y allí van a enterrarse, en una disciplina de rejas y de silencio, los rebeldes, los pequeños delincuentes. Los que más necesitan, para redimirse, un amor y una casa.
Don Santiago.- Un mal sueño. Olvídalo.
Natacha.- No puedo. He podido acostumbrarme a no hablar de ello. Pero olvidarlo… Es un resquemor de injusticia que queda para siempre. ¿Qué delito había cometido yo para que me encerraran allí? El estar sola en el mundo, el ser una "peligrosa rebelde", como decían, y el haberme escapado de casa de unos tutores desaprensivos, que no veían en mí más que un estorbo.
Natacha.- ¡Ahora sí que puedo brindar y reír con vosotros! Al fin voy a trabajar, a ser útil. Pero no me abandonéis. Ahora, más que nunca, necesito es alegría vuestra. Hay toda una juventud, enferma y triste, a la que nosotros podemos redimir. ¡Arriba ese corazón! Lalo, maestro de alegría. Vivir es trabajar para el mundo. ¿Qué importa lo que queda atrás? ¡La vida empieza todos los días!
Don Santiago.- ¡Te recordaba tanto! Sus palabras siempre venían a caer aquí. Cuando decía "Natacha", parecía una caricia. ¿Qué hay entre vosotros?
Natacha.- Oh, nada… Lalo cree que está enamorado de mí. Pero seguramente se engaña. Está enamorado de la vida entera, y acaricia lo que tiene más cerca…
Atta.- Sí, hijas mías. El oso, en la montaña. Abajo, en las ciudades, los hombres. Son débiles y verticales; pero tienen una terrible inteligencia para hacer daño. Se creen superiores a nosotros porque cuecen la carne antes de comerla…
Marquesa.- Oh, no, no insistamos en ello. Al fin y al cabo, son pequeños detalles sobre los que me limito a llamar su atención. Usted decidirá. Pero hay otras cosas… El régimen de trabajo libre, la indisciplina que ya apunta por todas partes… Es peligroso todo eso, tratándose de almas moralmente débiles, formadas en el delito y en la calle.
Natacha.- Pero es que la dureza de vida, la violencia y el castigo, ¿no son precisamente el régimen de la calle?
Marquesa.- Sí, ya sé lo que va a decirme. Sé, además, que no le faltará a usted todo un cúmulo de doctrinas en que respaldar su actitud. Pero yo me atengo a una triste realidad que conozco desde hace muchos años.
Natacha.- (Con amarga intención). Puede usted estar segura de que también yo procedo sobre tristes realidades vividas.
Marquesa.- (Herida). ¡Señorita Valdés! Me está usted hablando con un aire de superioridad intolerable. Usted se cree dueña absoluta de la verdad.
Natacha.- Soy, sencillamente, leal a mis ideas. Tanto como usted a las suyas. Y lamento que sean tan opuestas…
Don Santiago.- Y queriéndole así, ¿le vas a dejar marchar?
Natacha.- Mi deber está aquí.
Don Santiago.- ¿Pero con qué fuerzas, con qué alegría lo cumplirás? ¿Qué quieren decir ya esas lágrimas?
Natacha.- (Sobreponiéndose). No quieren decir nada. Mi obra está por encima de mis lágrimas. Recuerdo una anécdota de la Gran Guerra, que me ha hecho meditar muchas veces. Era un general revisando las trincheras. En un puesto de peligro estaba un pobre capitán, con aire de buen padre de familia; estaba pálido, temblando de pies a cabeza. El Jefe se le encaró burlonamente:
-¿Qué? Parece que hay miedo…
-Sí, mi general, mucho miedo… ¡pero estoy en mi puesto!
Y yo pienso, tío Santiago, que el único valor estimable es éste; no el de tantos héroes brillantes, sino el de tantos humildes que luchan y trabajan en las últimas filas humanas, que no esperan la gloria, que sufren el miedo y el dolor de cada día… ¡Pero están en su puesto!
Don Santiago.- (Conmovido. Estrechándole las manos). ¡Mi Natacha!...
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