Porque lo que oyes rasgando el silencio de la habitación, de la casa, no es un reloj triturando el tiempo tictac entre las sombras, no, es ese cocodrilo que te persigue tictac tictac desde la cuna hasta la tumba, acercándose a ti, su presa, cada vez más y más, arrancándote a bocados trozos de vida cada vez más grandes, tictac tictac, hasta que tras comerse el último pedazo su tictac desaparece, por fin, en el silencio de la tumba. El cocodrilo, oh, sí, el cocodrilo. El capitán me había hablado de él, y yo al principio creía que estaba loco, que sólo era un pobre viejo obsesionado por los fantasmas de su imaginación. Pero ahora soy yo la que se gira instintivamente cada vez que oigo un tictac, y ése es un gesto que repito cada vez más a menudo. Y entonces me enfado conmigo misma, porque no quiero hacerlo, me siento estúpida al hacerlo, pero no puedo evitarlo. Y pensar que hace veinte años me reía del capitán cuando le veía hacer lo mismo. Claro que hace veinte años yo era muy joven, casi una niña todavía, y a esa edad el cocodrilo te persigue desde lejos. Pero poco a poco va acortando distancias, hasta que un día sientes su aliento reptiliano en tu cogote, y el atronador sonido del reloj en su barriga: tictac, tictac, tictac. No puedes escapar de él. Nadie puede, porque todos los niños crecen.
Historias de una figura alta y oscura que rondaba por la ciudad de noche, capitán de un ejército de sombras. Historias de una garra metálica, con uñas como garfios o como cuchillos, según las versiones. El espíritu redivivo de Jack el Rojo, decían. El mítico asesino de Whitechapel , que había vuelto con un implante de uñas de metal para abrir la carne de sus víctimas con más comodidad y así extraerles un riñón, un pulmón, el hígado, el corazón... decían que se pagaba buen dinero por esas asaduras.
Pero no hay paraíso sin serpiente, y la nuestra era la sombra alargada del bogeyman, con su garfio de acero presto a arrancarnos el hígado. Todos teníamos miedo de él. Incluso Peter, aunque él jamás lo reconocería, claro.
— ¿Y tendríamos que ir al colegio? —le respondíamos.
—Claro.
— ¿Para aprender un oficio y ser adultos responsables el día de mañana?
—Básicamente ésa es la idea, sí.
—No existe el mañana: vosotros, los adultos, lo matasteis. Y no queremos ser adultos, responsables o no. Un adulto es alguien que ha matado a un niño. A uno por lo menos.
—Bonita frase. Retorcida, pero bonita. ¿A quién se la has oído?
—A Peter.
Smee era amable, simplemente, porque le gustaba serlo. Suena raro pensando que se trataba de alguien cuyo negocio, aparte de ser ilegal, incluía el asesinato y cosas aún peores, pero era así. Smee se las había arreglado para salvar una parcelita de inocencia en su alma en mitad de la vida que llevaba, y esa parcelita era su relación con los niños. Smee tenía ocho hijos a los que adoraba viviendo con su madre, una rolliza y pelirroja irlandesa, en una casa de un humilde barrio obrero católico de Belfast.
Compré uno de los objetos expuestos a subasta. Era un reloj de péndulo de diseño muy original pero sin demasiado valor. La esfera tenía forma de calavera. Las manecillas eran guadañas. Y el péndulo que se balanceaba en la caja era un cocodrilo de cobre colgado por la cola. Ahora hace tictac en una esquina del salón de mi casa, la casa que heredé de Margaret. La casa en que ella me acogió, después de aquel día...
—No lo entiendo —dijo Peter—. ¿Es que no estás bien aquí?
—Sí, Peter. Pero esto no puede durar siempre.
—¿Por qué no?
—Porque hemos de crecer. Hemos de hacernos adultos...
—¿Para qué? ¿Para ir al colegio y aprender un montón de idioteces que luego no te van a servir para nada? ¿Para gastar la vida y las energías en un trabajo estúpido, rutinario y aburrido en alguna oficina o en alguna fábrica, o para desesperarte porque estás parado y no puedes conseguir ningún trabajo estúpido, rutinario y aburrido en ninguna oficina ni fábrica? ¿Para ver cada mañana cómo envejece tu cara en el espejo del lavabo? ¿Para ir perdiendo tus ilusiones y tus ideales poco a poco, como pierde los pelos un calvo? ¿Para eso quieres hacerte adulta?
—Y para no estar siempre sola y perdida como un niño sin madre.
Peter no contestó inmediatamente. Se había dado cuenta de que la frase había hecho mella en los chicos.
—Las madres no son tan importantes —dijo por fin. Y se retiró al fondo del refugio.
Todos han olvidado completamente su mágica preadolescencia y a Peter. Excepto alguna vez, cuando están solos, y de pronto sienten una punzada de aprensión y atisban por encima del hombro temiendo, sin saberlo, ver al cocodrilo tras ellos. Tictac, tictac, tictac, tictac, tictac. Como yo misma. Tictac, tictac, tictac, tictac.
—¿Gwen? ¿Eres tú? —dijo.
—Sí, Peter, soy yo.
—¡Vaya! Estás muy cambiada.
—He crecido. Tú, en cambio, estás como siempre.
—Pues sí, ya ves.
—No lo entiendo. ¿Por qué no creces?
—Porque no quiero.
—¿Es tan sencillo como eso?
—Es tan sencillo como eso. Y tú, ¿por qué estás tan empeñada en crecer?
—Porque no me queda más remedio. Es ley de vida, no tenemos más opción que ir envejeciendo.
—No es cierto. La gente envejece porque quiere. Llega un momento en que se dicen a sí mismos: «ahora ya tengo tantos años, ya soy mayor, y debo acomodar mi aspecto y mi actitud a la edad que tengo» y por eso envejecen. Envejecer es un acto de voluntad, Gwen.
—No es verdad. La vida tiene sus etapas. Hay que saber adaptarse a ellas —respondí, pero Peter ya no me escuchaba. Miraba en todas direcciones, impaciente. Impaciente como un niño.
—Sí, bueno, no sé —dijo—. Quizá. ¿Quieres comprar éxtasis?, ¿Centraminas?, ¿Vinavil?
—No, no quiero comprar nada.
—Lástima. Bueno, ahora debo irme —y se levantó y echó a correr, sin previo aviso.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario